Un banquete para las almas perdidas Un banquete para las almas perdidas EN SINALOA, MÉXICO, LAS MUJERES RECUPERAN LOS CUERPOS DE SUS SERES QUERIDOS DESAPARECIDOS Y COCINAN PARA MANTENER VIVOS LOS RECUERDOS DE LOS MUERTOS. Historia escrita por Annelise JolleyVideos y fotografías por Zahara Gómez Lucini La Revista Atavist No. 121 Annelise Jolley es una periodista y ensayista quien escribe sobre la comida, la ecología, las fronteras y la fe. Su trabajo ha sido publicado por National Geographic, The Millions, The Sunday Long Read, EcoTheo Review y Hidden Compass, y fue citado en la colección The Best American Travel Writing 2019 (La mejor escritura norteamericana de viajes 2019). Recibió su MFA en no-ficción creativa de la Universidad Seattle Pacific. Síguela en twitter @annelisejolley o visíte su sitio web, www.annelisejolley.com para aprender más sobre su trabajo. Zahara Gómez Lucina explora las historias de la violencia y la memoria a través de América Latina por fotografía y video. Su trabajo ha aparecido en Le Monde, Travel + Leisure y Accent, y ha sido exhibido alrededor del mundo. Ella busca formas de contar historias en colaboración y con empatía, y es una razón por la cual ella creó Recetario para la memoria en colaboración con Las Rastreadoras. Síguela en Instagram @zaharafoto. Editora: Seyward Darby Director de arte: Ed Johnson Revisor de textos: Sean Cooper Redactora de datos y traductora: Julie Schwietert CollazoPublicado en noviembre de 2021. La última vez que Blanca Soto vio a su esposo vivo, él le tiró un beso. Esa fue la mañana del 28 de noviembre del 2016. Camilo se dirigía hacia Los Mochis, una ciudad al suroeste de San Blas, un pueblo en el estado mexicano de Sinaloa donde él y Blanca vivieron. Camilo le dijo a su esposa que ella no tenia que hacer ningún mandado con él. Ella podía quedarse en casa. Blanca insistió que la llevara en la camioneta hasta la sastrería local. Read in English. Cuando ellos llegaron alrededor de las 9 a.m., algo dentro de Blanca le dijo que no saliera de la camioneta de Camilo. Pero aún así, ella lo hizo; salió, poniendo los pies en el piso y cerró la puerta. “Yo recuerdo que él me estaba mirando,” dijo Blanca. “Él no se fue de inmediato. Él se mantenía mirándome.” Camilo apretó sus labios a sus dedos y mostró su palma a su esposa. Blanca se movió de regreso a la camioneta, pero Camilo ya tenia sus ojos en el camino. “Ahí fue cuando él se fue manejando,” ella dijo. Cuando ella regresó a casa a pie esa mañana más tarde, Blanca se sentía agarrada por una enfermedad inexplicable. Primero le vino un dolor en el pecho, entonces después un vómito verde que se le subía a la garganta una y otra vez. Luego ella le llamaría a esto un presentimiento, un aviso. Ella se acostó. Cuando ella se despertó unas horas más tarde, Camilo no había llegado. Blanca lo llamó a su celular y este fue directo a su buzón de voz. Ella trató de nuevo; él no contestó. Próximo ella llamó a uno de sus hijos—ella y Camilo tienen tres—y después a la madre de Camilo, al padre, al hermano, y al sobrino. Ninguno de ellos sabía donde él estaba. Blanca fue a la oficina del procurador público, donde los oficiales le dijeron que ella tenía que esperar 48 horas antes de llenar un reporte de personas desaparecidas. Ella les dio a ellos el nombre de Camilo; su esposo era un oficial de la policía. Ellos les tomaron su declaración como un favor. Blanca se fue a casa y esperaba por una llamada, pero ni una llamada llegó nunca, no por parte de las autoridades, ni por parte de Camilo. Cuando las personas se desaparecen en Sinaloa, casi nunca ninguno se vuelve a ver de nuevo. A veces los carteles de las drogas son los responsables; en otros casos, es la policía o las fuerzas de seguridad. Las personas son levantadas porque ellos trabajan para los carteles, o porque ellos se niegan a trabajar para ellos. Porque ellos compran drogas, las venden o se meten en el medio de los negocios. Porque ellos están en bandas criminales o porque se piensa que lo son. Porque quizás valen un buen rescate. Porque ellos están simplemente en el lugar equivocado en un momento equivocado. Cada mañana, Blanca caminaba al portón fuera de su casa, temiendo que iba a encontrar el cuerpo de Camilo tirado en el camino. Ella consideró dejar el pueblo y buscar asilo político en los Estados Unidos. Pero el deseo de encontrar a su esposo la mantuvo en San Blas. Ella trató de moverse hacia adelante paso a paso. Ella compró una cama nueva, reorganizó los muebles y donó la ropa y los zapatos de Camilo. Ella invirtió en equipos electrodomésticos nuevos para la cocina, con la esperanza que el cocinar le podría estabilizar sus manos y le mantendría su mente ocupada. Pozole de puerco, un guiso oscuro y muy rico, había sido la comida favorita de Camilo. A él le gustaba picoso, mientras más picante mejor, especialmente cuando se había tomado unas cuantas cervezas la noche anterior y se estaba curando la resaca. Blanca se sabia los ingredientes de memoria: costillas de puerco, carne de res, maíz pozolero, orégano, consomé de carne de res, pimiento. Pero Blanca ya no hizo pozole. Ella extrañaba la presencia de Camilo en la cocina… como le ponía sus manos en sus caderas y le decía que le agregara mas chiles: pasilla, guajillo. Como le levantaba su cabello para soplarle el cuello. Ella temía que al cocinar este plato con solo el fantasma de Camilo a su lado podría sentirse como abrir una herida. Camilo se había convertido en uno de los más de 90,000 esposos, hijos y padres, esposas, hijas y madres atormentando a México. Ellos son los desaparecidos. Blanca no sabia cuales fueron las circunstancias que llevaron a que su marido fuera levantado, que es lo que él hizo o no hizo. Al igual que muchos seres queridos desaparecidos de México, a ella no le importaba cuales fueron las circunstancias. Todo lo que Blanca quería era encontrar a Camilo para así de esta manera hacer el luto adecuadamente. Nada más y nada menos. Camilo se había convertido en uno de los más de 90,000 esposos, hijos y padres, esposas, hijas y madres atormentando a México. Ellos son los desaparecidos. El campo en el norte de Sinaloa está quemado y ampollado por el calor. El paisaje está marcado con matorrales bajos y de palmeras caídas, el verde de sus hojas apagadas por el sol implacable. Yo le llamaría seco a este lugar, una palabra que saca la humedad de la lengua cuando se la dice. Mientras manejaba hacia Los Mochis en un día de julio, veo a través de mi ventana al escenario de Sinaloa empañado. Hombres vendiendo melones desde sus camionetas. Puestos de tacos a las orillas de las carreteras. Complejos industriales. Sembradíos improductivos. Canchas de fútbol. Yo me preguntaba: ¿Hay cuerpos enterrados allí, o quizás allá? Las desapariciones forzadas han plagado a los países de América Latina por décadas. La sintaxis del problema se complica por la necesidad: Las personas no desaparecen, lo cual implica que quizás ellos tengan una opción con relación a esto. Más bien, ellos los han desaparecido, por fuerza más allá de su control. En México, más del 90 por ciento de las desapariciones han ocurrido desde el 2006, el año que el entonces presidente Felipe Calderón enlistó a las fuerzas militares a combatir los carteles de drogas. Hoy un remolino de conflictos entre pandillas y carteles, al igual que corrupciones a nivel de gobierno y la policía, continúa barriendo a los civiles, la mayoría de ellos hombres y gente pobre. La impunidad exacerba el problema: De acuerdo con las cifras nacionales, habían mas de 7.000 desapariciones forzadas en el 2019, pero solamente 351 casos fueron abiertos legalmente. De esos, dos fueron enjuiciados. En contraste a la alta visibilidad violenta de México—cuerpos colgados de los puentes o los mutilados abandonados a las orillas de las carreteras como un mensaje de intimidación—las desapariciones solo dejan preguntas a su paso. Un día una persona está allá, y el próximo día se fue. Sus seres queridos se quedan buscando por alguna cosa, cualquier cosa, algo tangible para lamentarse. El impulso por enterrar al muerto es antiguo. Inclusive quizás este precede nuestra especie: En Sudáfrica, paleo-arqueólogos han descubierto fragmentos de huesos fosilizados de Homo naledi en profundidades de las cavernas de cuevas inaccesibles, insinuando que los pre-humanos de 300,000 años atrás de manera deliberada enterraban el uno al otro a su descanso. Los Homo sapiens convirtió un entierro en un ritual, incorporando canciones, oraciones y ornamentación. Ellos enterraban los cuerpos con conchas, puntas de flechas, alas de pájaros y joyas. En Austria, los restos de infantes de algunos 27,000 años fueron encontrados con cuentas de marfil, pieles de animales y un hueso de mamut, como una protección para ellos. Hoy los entierros parecen ser como el acto físico final de ternura que una persona viva le puede ofrecer al muerto. Este le provee un sentido de finalidad, de haber acompañado a alguien por todo el camino de vida lo más que le fue permitido. Los rituales fúnebres encierran historias de fe, amor y penas, y las tumbas le ofrecen al dolor un lugar donde puedan regresar una y otra vez. “De la misma manera en que los vivos necesitan un lugar donde vivir, así es nuestra naturaleza de querer hacer una memoria, dirigiéndonos a un sitio en particular sobre la Tierra,” escribe Robert Macfarlane en su libro Underland: A Deep Time Journey. “El dolor de aquellos que no han podido localizar los cuerpos de sus seres queridos puede ser particularmente corrosivo: ácido y sin cura.” Esta es la doble verdad de las desapariciones: Primero llega la perdida de una vida, y después llega la negación de la oportunidad de darle un lugar de descanso. Yo viaje a Sinaloa para reunirme con un colectivo dirigido por mujeres determinadas a reclamar esa oportunidad. A ellas se llaman a si mismas Las Rastreadoras del Fuerte y ellas son parte de un largo legado de mujeres civiles que lideran las campañas para encontrar a los desaparecidos de México. Rosario Ibarra fue la pionera. Cuando su hijo activista desapareció en 1975 en Monterrey, Nuevo León—el fue presuntamente secuestrado por la policía del estado—Rosario comenzó a buscar por él. Juntamente con otras madres y esposas de personas desaparecidas, ella formó el Comité Eureka de Desaparecidos, la cual exigió investigaciones y justicia. Cuarenta y seis años después que desapareció, el hijo de Rosario todavía está perdido. Ahora, más de 60 grupos civiles por todo el país están buscando por los desaparecidos. Formado en el 2014, Las Rastreadoras es uno de esos grupos. Este mismo grupo cuenta con 200 miembros; la mayoría de ellos son mujeres de El Fuerte, una municipalidad en el norte de Sinaloa. Los grupos criminales de un extremo a otro en México se deshacen de los cuerpos de distintas maneras: algunos los queman, otros los disuelven en ácido. Los grupos que operan en El Fuerte tienden a enterrar a sus victimas en tumbas poco profundas en los campos. Por esas razones, Las Rastreadoras buscan en los terrenos con herramientas básicas: palas, machetes, espadas y picos. Las mujeres excavan la tierra seca, sabiendo que, para poder enterrar a sus muertos de una manera propia, primero deben de desenterrarlos a ellos. Ellos no les llaman a los que están haciendo “buscando por cuerpos, cadáveres o restos.” Para Las Rastreadoras, los muertos son tesoros. Blanca Soto primero escuchó de Las Rastreadoras antes de que Camilo desapareció. “Yo sentí admiración por ellas, y a veces tristeza,” dijo ella. Pero una vez que su esposo desapareció, ella tenia miedo de unirse a las mujeres. Ella tenia la paranoia que su propia vida podría estar en peligro, y ella estaba preocupada de llamar la atención con activismo público. Aunque La Rastreadoras no buscan descartar al asesino o ponerlos detrás de las rejas – ellas solo quieren encontrar y enterrar los muertos – hay miembros del grupo quienes han recibido amenazas de muerte. Fue hasta abril del 2017, cinco meses después que a Camilo se lo llevaron, que un primo y una amiga en Las Rastreadoras convencieron a Blanca a que se uniera en una búsqueda. Dos veces a la semana, los miércoles y los domingos, el grupo rastrea El Fuerte por restos humanos. Las mujeres que todavía no han encontrado a sus seres queridos llevan camisetas impresas que dicen te buscaré hasta encontrarte. Las mujeres que han encontrado a sus personas desaparecidas llevan sus camisetas que dicen promesa cumplida. Mirna Medina es la fundadora de Las Rastreadoras. Una maestra jubilada que habla rápido y llama la atención, Mirna posee una memoria excepcional para las fechas; sus amigas dicen que ella recuerda el día y el año de cada desaparición de alguien del grupo está sufriendo. La fecha de Mirna es el 10 de julio, la última vez que vio vivo a su hijo Roberto. Ella encontró sus restos tres años después—en la fecha exacta: cuatro vertebra y un fragmento del hueso del brazo, los cuales fueron identificados con los análisis del ADN. Roberto fue el cuerpo #93 recuperado por Las Rastreadoras. Él ahora está enterrado en un cementerio donde Mirna lo visita. Ella le prende velas, le pone flores y pasa sus dedos por la foto de su hijo en su lápida. Las Rastreadoras regularmente reciben pistas sobre dónde los cuerpos pueden ser localizados. A veces la información se comparte de manera anónima o por la policía. A veces los residentes locales encuentran algo sospechoso, como un pedazo de tierra movida. Las mujeres se van a estas puntas, acompañadas muchas veces por una seguridad armada. Ellas perturban la tierra con sus herramientas, y entonces penetran una barra hueca de metal que se usa en la construcción y huelen lo que sale de la misma. Ellas tienen la esperanza de oler algo podrido que seria la señal de la descomposición humana. María Cleofas Lugo, a quien todo en el grupo le llama Manqui, ha buscado por su hijo Juan Francisco desde el 19 de junio del 2015. Una foto de su cara cuelga en un cuadro plateado en una cadena alrededor de su cuello. Manqui es la mujer mas vieja del grupo, y ella es famosa por su sentido de olfato. Con la ayuda de una barra, Manqui puede detectar la historia que el olor de la tierra le dice. Un olor a almizcle limpio significa que no hay nada hay. A veces, sin embargo, hay un olor fuerte a carne podrida y a aguas residuales que le cubre los orificios nasales y la garganta. Cuando la barra sale con ese olor, es el olor de la muerte. Las Rastreadoras excavan. A través de los años, Manqui ha aprendido la diferencia entre el olor de un cuerpo humano y el de un cadáver de animal. “El olor del ser humano es mas penetrante,” ella dijo. Muchas mujeres no pueden aguantar ese olor. Manqui les recuerda a ellas. “Sí, eso huele feo, pero puede ser nuestros hijos.” Cuando ellos destapan un tesoro, ya sea este un diente o un torso, Las Rastreadoras pausan sobre el sitio. Ellas dicen una oración, un Padre Nuestro o un Ave María. Entonces ellas alertan al equipo forense del gobierno local, el cual puede hacer la prueba del ADN de los restos. Las mujeres esperan una correspondencia: que el tesoro que ellas encontraron pertenezca a alguien en su lista. Actualmente, Las Rastreadoras están buscando por mas de 1.500 personas desaparecidas; muchas de ellos son familiares o amigos de miembros del grupo, pero otros son extraños que los nombres se los suministraron personas que viven en El Fuerte. En la primera excavación, Blanca no estaba segura de que hacer. Ella no sabia como utilizar las herramientas o velar a sus alrededores por las serpientes o prepararse ella misma contra el olor de la muerte. “Me fui ansiosamente, pero débil,” dijo ella. “Yo era una persona que no salió mucho.” En casa, Blanca se ponía vestidos y se soltaba el pelo. Ella estaba orgullosa de sus pies delicados y bien proporcionados, las cuales Camilo siempre había admirado. En esa primera búsqueda con Las Rastreadoras, las otras mujeres las provocaban porque ella apareció con guantes y llevándose una sombrilla, esperando evitar el sol ardiente de Sinaloa. Cuando Mirna le pasó una pala, Blanca apuñaló la pala en la tierra con tanta fuerza que le rebotó hasta el pecho, sacándole las lágrimas. Su primera búsqueda fue negativa, la cual es la forma en que las mujeres describen las excavaciones que no encuentran ningún resto. La segunda búsqueda de Blanca fue positiva. El grupo se destapó un cuerpo en la posición fetal, todavía intacto en su mayoría. “La impresión fue algo horrible,” dijo Blanca. Cuando ella vio el cadáver, el aire se le salió de los pulmones y ella se cayó de espaldas. Otras mujeres, las rastreadoras con más experiencia, estaban allí para recogerla. Una de ella le dio un inhalador. Ellas estuvieron a su lado hasta que se pudo parar de nuevo. Semana tras semana, Blanca continuaba a buscar con Las Rastreadoras. “Poquito a poco, seguí aprendiendo,” dijo ella. Pero ella se estaba afilando más que sus habilidades con una pala. Al igual que las otras rastreadoras, ella también estaba aprendiendo como, en lugar de un cuerpo y el final que se provee, a aprender a vivir con la perdida. Cuando ella vio el cadáver, el aire se le salió de los pulmones y ella se cayó de espaldas. Otras mujeres, las rastreadoras con más experiencia, estaban allí para recogerla. Durante el desayuno una mañana en Los Mochis, Juana Escalante Barreras me contó sobre su hijo, Adrián, quien desapareció el 24 de agosto de 2018. En las palabras de Juana, Adrián era un Robín Hood. El rescataba a los perros callejeros. El era flaco y siempre tenía frío, pero se quitaría a su suéter a cualquiera que le hubiera pedido. La última vez que Juana vio a Adrián, él estaba saliendo de su casa en bicicleta para ir a entregarle cigarrillos a alguien. No mucho después de que él se había ido, Juana escuchó unos disparos. Ella sintió que su corazón se contraía. Ella corrió a la calle, gritando el nombre de Adrián, y vio a su hijo corriendo hacia ella. A él le estaban persiguiendo un hombre con una pistola. Cuando Adrián dobló la esquina, Juana perdió la vista de los dos. Sonaron dos disparos más. Juana salió hacía el sonido. Doblando la esquina, ella vio dos camionetas que salieron disparadas, dejando en el aire ese un olor de goma quemada en el aire. Un vecino estaba gritando, “¡Ellos lo mataron! ¡Ellos lo mataron! En el lugar donde las camionetas habían estado, la sangre se acumuló en charcos entre las piedras de la calle. El vecino de dijo a Juana que Adrián había negado a subir en uno de los camiones. El estaba peleando en su propia defensa y trató de correr; entonces, el hombre le disparó a él y se fue manejando con su cuerpo. “¿Con quien pude hablar?” me preguntó Juana. “¿Quién? Aquí ella tomó una pausa, como si hubiera tenido una respuesta. Entonces ella continuó: “No podía hablar con la policía. La policía no va a hacer nada. Hay miles de personas que les están pasando lo mismo.” Mientras que Juana hablaba, ella partió los panqueques en cuatro con el borde de un tenedor y apuñalaba a sus chilaquiles. “He tenido una manía desde entonces. Esto es lo que me consuela: la comida,” dijo ella. Le hace sentiré más cerca a su hijo. Adrián le amaba comer: tacos adobados de un restaurante en Los Mochis, y tortas de atún ahogadas en salsa de chipotle, la cual él siempre le pedía a Juana que le hiciera. El apodo de Juana en Las Rastreadoras es Machete, por la manera tan afilada que ella habla, la cual corta toda la mierda. En un momento dado, ella me fijo con una mirada sobre el borde de su taza de café. Sus ojos eran una piscina negra sobre sus cachetes redondos. Yo le había dicho que estaba embarazada, un punto que acortó la distancia entre nosotras, a penas un poquito. “Tú no has conocido a tu hijo,” me dijo. “Yo conocí a mi hijo por 27 años. Ne puedes imaginar mi dolor.” “Tienes razón,” le dije. “No puedo.” Ni tampoco puedo imaginar el dolor de Manqui. Ella conoció a su hijo, Juan Francisco, por 33 años. Era confiado. Le gustaba bromear. Aún cuando las cosas se viraron feos en su barrio, él hablaba livianamente sobre los sicarios: era seguro que su violencia no le afectaría. A Juan Francisco le secuestraron mientas que él estaba instalando unas luces en un sitio de trabajo. Una camioneta roja sin placa se acercó y los trabajadores se dispersaron, sabiendo que las desapariciones forzadas estaban creciendo en el área. Juan Francisco trató de correr, pero una rodilla dañada lo retardó. Manqui mas tarde supo que algunos hombres lo habían subido a la camioneta, que ellos trataron de reclutarlo a él para que “hiciera un trabajo,” y que cuando él rehusó, ellos lo torturaron y lo mataron. Manqui fue a la oficina del fiscal para llenar un reporte. A ella le dijeron que tenia que esperar 72 horas. Los oficiales le prometieron llamar a los otros hombres del sitio de trabajo para tomar sus testimonios de testigo, pero nunca lo hicieron. Manqui regresaba a la oficina cada semana hasta que un abogado le dijo que regresara más hasta que no tuviera algo que agregar al expediente de Juan Francisco. Ella se dio cuenta que nadie buscaría a su hijo excepto ella. En la casa de Manqui, las paredes están desnudas, excepto por dos retratos de boda y un afiche sobre-tamaño que se encuentra colgado sobre la mesa de la cocina. Allí se ve una foto de la cara de Juan Francisco, con sus ojos sombreados cubriendo sus ojos. te esperamos… ¡tu familia te ama! dice el afiche. Con la foto de Juan Francisco sobre ella, Manqui desliza triángulos gruesos de flan sobre los platos de cerámica. Su hijo era un goloso para los dulces, y por eso ella estaba acostumbrada a hacerle ese plato. Ahora, siempre y cuando lo prepara, ella se siente como si ella le va a dar la bienvenida a la casa. Como si en cualquier minuto, Juan Francisco podría entrar por la puerta. “Yo lo voy a buscar,” dijo ella, “hasta que muera.” México es un país que le da de comer a sus muertos. Cada año, botellas de Fanta y platos de pan dulce y pollo con mole adornan a los altares en el Día de los Muertos. La comida es una forma de recordar y honrar a aquellos quienes han fallecido. Para Las Rastreadoras, se ha convertido en algo más. La idea de compilar un recetario surgió unos años después de que se formó el grupo. La fotógrafa Zahara Gómez Lucini había pasado tiempo documentando a Las Rastreadoras y conjuntamente llegaron a la conclusión tan cruel como inevitable: El problema con un tema de décadas como lo de los desaparecidos es que el público se cansa de eso, de oír los nombres de los desparecidos, de comprender los números siempre creciendo de ellos, de ver las fotos de los cadáveres y mirando a sus madres llorar. ¿Cómo Las Rastreadoras, entonces, podrían responder al borrado de sus seres queridos? ¿Cómo podrían resistir el olvido? La comida fue la respuesta. Todas las mujeres tuvieron memorias de sus seres queridos que eran atadas con cocinar y comer. Ellas decidieron recopilar las recetas de los platos que más les gustaban a sus seres queridos. Ellas invitarían a sus lectores a que probaran sus perdidas. Las recetas serían recordatorios de los lazos que compartían los muertos y sus familias y amistades, de las mesas donde se sentaron y el placer que sintieron en comer. Los platos serían la muestra de vida y portales a la empatía. Y lo que era más, las mujeres crearían el libro juntas; ellas crearían algo duradero desde sus memorias colectivas. Ellas podrían transformar el acto mundano del cortar cebollas, cernir harina o caramelizar el azúcar en un sacramento. Juana contribuyó con su receta de la torta de atún con chipotle. Manqui compartió su técnica para hacer el flan. Mirna, la fundadora del grupo, describió como hacer pizzadillas: tortillas envueltas con carne asada, pico de gallo y queso. Al final del día, eran 27 mujeres quienes compartieron platos para el proyecto. Recetario para la Memoria fue publicado en el 2019. Además de las recetas, ésta contiene las imágenes de Zara de los miembros de Las Rastreadoras preparando sus platos: de mujeres creando los medios de su sobrevivencia física y emocional. Muchas de ellas fueron fotografiadas cocinando sus platos preferidos por la primera vez después que sus seres queridos habían desparecidos. Célebres chefs mexicanos, incluyendo Enrique Olvera y Eduardo García, ambos dueños de destinaciones de alta cocina en la Ciudad de México, endosaron el proyecto. Personas tan lejos como Noruega, Sudáfrica y Chile les enviaron mensajes de apoyo y fotos de los platos que ellos habían preparados de las recetas del libro en sus propias cocinas. Las ganancias generadas por las ventas del libro ayudaron a Las Rastreadoras pagar la renta para una oficina en Los Mochis y pagar las necesidades para su trabajo, cosas tales como herramientas y gasolina. Además, el proyecto tenía beneficios más íntimos, a los cuales yo fui testigo. Cuando se habla de las desapariciones y la muerte, las mujeres de Las Rastreadoras eran estoicas; ellas podían describir la sangre en la calle o los huellos en la tierra sin pestañar. Pero las emociones les ahogaban a sus voces cuando ellas hablaban de la comida de los desaparecidos. Retornar a los sabores familiares que ellos una vez compartieron con un hijo o un esposo le permitió al dolor salir y tomar forma, como el agua del mar llenando un hueco en la arena. Cocinar era una manera de darle voz a lo indecible. Reconoció la ausencia eterna de las bocas que las mujeres añoraban darles de comer, de las vidas cortadas prematuramente por la violencia sin sentido. Blanca contribuyó al libro de cocina su receta de pozole de cerdo. Ella ya se había convertido en una miembro veterana de Las Rastreadoras, alguien que iba a excavar dos veces por semana tan frecuente como pudiera, y quien contaba a los miembros del grupo como sus amigos. Sigue siendo así. Durante un fin de semana en 2021, Blanca reunió con varias rastreadoras en un restaurante cerca de una playa al sur de Los Mochis. Sobre pescado a la parilla, ceviche y aguachile, las mujeres provocaban y discutían y bromeaban. Entre menciones de asuntos forenses y las visitas a la oficina de la fiscalía, hubo el sonido de las aperturas de unas latas de cerveza Tecate. “El banquetear se permite olvidar el terror y la soledad de la existencia, por lo menos por un momento,” escribió la antropóloga Gina Rae La Cerva.” “Tal placer nos trae dentro de ese amor crudo, loco y profundo por la vida.” El banquetear puede ser también una manera de compartir y aliviar el dolor. Algunas de las mujeres en la mesa no conocían la historia de Blanca. Eso no era por falta de empatía. Era porque Blanca había sido parte de Las Rastreadoras por mas de cuatro años, y el grupo había crecido mucho más desde que ella se unió por la primera vez. Había muchas caras nuevas, muchos desaparecidos para poder seguirle el rastro, muchos restos sacados de la tierra. “¿Cómo tú encontraste a Camilo?” unas de las mujeres le preguntaron mientras ella pasaba las tortillas en la mesa. “Dinos—o no nos diga, si no quieres.” A Blanca no le importaba. Mientras sus amigas seguían comiendo, ella comenzó a hablar Cocinar era una manera de darle voz a lo indecible. Reconoció la ausencia eterna de las bocas que las mujeres añoraban darles de comer, de las vidas cortadas prematuramente por la violencia sin sentido. En una noche de septiembre, Blanca estaba acostada en la cama, rezando. Uno de sus hijos la había convencido a ella empezar atender una iglesia pentecostal después de que Camilo desapareció, y ella se había convertido en una creyente devota. “Señor, yo siento que estoy lista,” dijo Blanca. “Mañana nosotros vamos a buscar. Ayúdame si tú piensas que yo estoy lista para encontrarlo a él.” Cuando ella se levantó en la mañana siguiente, ella repitió el rezo. Ella se vistió y se paró afuera de su casa, esperando que la recogieran. Las otras mujeres arribaron en una camioneta, y Blanca se trepó arriba. Solo unas pocas de Las Rastreadoras se juntaron para excavar la tierra ese día. Ellas no tenían un punto exacto por donde buscar. Seleccionaron un área en general y empezaron a peinar el área juntas, hasta que ellas notaron un poco de tierra removida o amontonada. Entonces ellas trajeron las barras y las palas. Mirna fue la primera que vio la tela; estaba enterrada unas cuantas pulgadas bajo tierra y ramas. Mas excavaciones revelaron que eran pantalones de hombre. Mirna les dio los detalles a las otras mujeres: marca Oggi, negro, talla 34. Blanca sintió que las manos volaron a su boca. Ese es él, ella pensó. Ella repitió las palabras en voz alta. Ella tomó una pala y empezó a liberar el cuerpo de la tierra que lo aguantaba. Las otras mujeres se unieron a ella. Rápidamente ellas pudieron ver las medias y un par de calzoncillos. Un torso y los hombros. Después, nada: al cuerpo le faltaba su cabeza. Pero Blanca vio todo lo que tenía que ver para estar segura. Camilo había reutilizado un cinturón de seguridad de su camioneta para ajustarse los pantalones, el mismo cinturón donde Blanca había desramado encima una pintura de uñas del color fucsia. El cinturón que le daba la vuelta alrededor de los pantalones Oggi en la tumba poco profunda estaba manchada de color rosa. Esto fue en septiembre del 2017. Nueve meses después de que el desapareció, Blanca encontró a su esposo. Ella enterró a Camilo una semana más tarde. Mirna y otras mujeres de Las Rastreadoras estuvieron a su lado. Mientras que ellas caminaban hacia el cementerio, Blanca revivió el día de la desaparición de Camilo en su mente. ¿Estaría él vivo si se hubiera quedado con él en la camioneta? ¿O ella estaría muerta también, dejando a sus hijos sin padres? Estas fueron las preguntas con que ella tendría que vivir para siempre. En el cementerio, el ataúd de Camilo descansaba en el fondo de una fosa abierta. Después de buscar por su esposo por tantos meses, Blanca sintió que debería ser ella la que lo debía enterrar a él. Ella se acercó a uno de los trabajadores del cementerio y le pidió que le prestara su pala. A lo primero él rehusó, pero Blanca era persistente, y el hombre se la dio. Mientras ella le echaba la tierra dentro de la tumba, una de sus amigas empezó a cantar. Cuando Blanca comenzó a llorar demasiada violentamente para poder sostener la pala, una mujer que se llama Rosa se la quitó de las manos y le echó mas tierra encima del ataúd. Entonces otra mujer se torneó, y después otra, hasta que todos los miembros de Las Rastreadoras allí reunidos ayudaron a enterrar al tesoro de Blanca. Una hilera de fotos enmarcadas y diplomas alinea una pared en la casa de Blanca. Esta se puede leer como la totalidad de la vida de Camilo. Hay fotos de él con su gorro de graduación, en el sofá con uno de sus hijos y parado a la orilla del mar. Un certificado del Club Rotario con la fecha de octubre 2012 reconoce su “coraje y dedicación excesiva, inclusive a cambio de su vida, para lograr la seguridad pública.” El mas grande de los marcos en la pared tiene las fotos de Camilo en el día cuando fue encontrado. Una de Las Rastreadoras había traído una cámara a la excavación y capturó una foto de Blanca en el momento que ella entendió que estaba en la tierra. Al lado de la foto del reconocimiento de Blanca está un retrato de Camilo en una camisa de botones al frente, mostrando una expresión inescrutable, con ojeras oscuras de medialuna debajo de sus ojos. La foto tiene un texto superpuesto que dice misión cumplida. En el otro lado de la pared, Blanca cocinó el pozole de cerdo en la cocina. Ella lloraba a través del todo el proceso cuando hizo ese plato por la primera vez como parte del proyecto del recetario. Esta vez, ella no lloraba. Cantaba. Sobre la mesa de la cocina estaba una libreta de notas con Minnie Mouse en su portada y páginas llenas de letras de himnos de la iglesia, escrito por su propia mano. Blanca ya se había memorizada las melodías. “A veces cuando yo cocino, yo empiezo a cantar,” me dijo. “No tengo las palabras para describir cuan agradecida estoy de Dios.” Blanca narró el primer paso de la receta—hervir a fuego lento el maíz pozolero para 45 minutos—y entonces empezó a cantar. Yo estoy maravillada por lo que mi Dios ha hecho.En el medio de mi angustia,En el medio de mi dolor,En el medio de mi tristeza,Tú me has dado alegría. “A pesar de mi altura, mi tamaño y mis habilidades,” dijo ella, “yo he hecho tantas cosas que, si mi esposo estuviera aquí, yo quizás no lo hubiera hecho.” El dolor, me explicó, le había hecho fuerte. Ella puso las costillas de cerdo en la cazuela con el maíz pozolero y revolvió la mezcla con un cucharón plateado largo. Ella cortó a la mitad una cebolla blanca, tan redonda como una pelota de tenis, y le agregó la misma con cubitos de sabor. Ella separó unos dientes de ajo de pozuelo y le dio vuelta entre sus manos para separar la piel antes de agarrar orégano de una jarra con sus dedos. Ambos terminaron en la olla. Hierva a fuego lento hasta que la carne esté blanda. Mis ojos me ardían por la cebolla y el orégano. Mientras tanto, Blanca estaba pensando en otro olor. Ella me dijo que a veces ella sentía ese olor de Camilo en la casa, de la colonia 1 Million que siempre usaba. Saque las costillas y las semillas de dos tipos de chiles. El guajillo era de un rojo profundo, el pasilla tan oscuro como la arcilla. Blanca se podría imaginar a Camilo diciéndole ¡más picante, más! Ella destripó los chiles, los lavó debajo del grifo, y los agregó en la segunda olla, ésta llena de agua hirviendo. Otra cebolla, cortada en cuartos esta vez, entraron al agua, y también la sal. Cuando los chiles están blandos, mézclalos con las especies. Agregue la mezcla al cerdo con el guiso de maíz pozolero. Blanca recortó un ramo de cilantro y algunos rábanos como guarnición. Luego lo terminaba el pozole con el repollo picadito, porque así le gustaba Camilo. Ella continuaba cantando con una voz suave. Debajo del sonido navegaba un mar de memorias: de caminatas en el río con su esposo, de los baños juntos y de la primera vez que bailaron. Ella echó el pozole en los tazones, llenando las vasijas con dolor y con amor. “Acuérdate,” dijo Blanca, mientras que puso una porción humeante ante de mi, “que cuando tú estás cocinando para la persona que amas, la comida sabe mejor cuando cocinas con tu corazón tanto como con tus manos.” Haz clic aquí para conocer más sobre Recetario para la Memoria. More from The Atavist Magazine King of the Hill Follow the Leader The Fugitive Next Door © 2022 The Atavist Magazine. Proudly powered by Newspack by Automattic.
A Feast for Lost Souls A Feast For Lost Souls In Sinaloa, Mexico, women recover the bodies of missing loved ones—and cook to keep their memories of the dead alive. Story by Annelise JolleyVideos and photographs by Zahara Gómez Lucini The Atavist Magazine, No. 121 Annelise Jolley is a journalist and essayist who writes about food, ecology, borders, and faith. Her work has appeared in National Geographic, The Millions, The Sunday Long Read, EcoTheo Review, and Hidden Compass, and was noted in The Best American Travel Writing 2019. She has an MFA in creative nonfiction from Seattle Pacific University. Follow her on Twitter at @annelisejolley, or visit annelisejolley.com to learn more about her work.Through photography and video, Zahara Gómez Lucini explores stories of violence and memory across Latin America. Her work has been featured in Le Monde, Travel + Leisure, and Accent, and it has been exhibited around the world. She seeks collaborative and empathic ways of telling stories, which is why she created The Memory Recipe Book alongside Las Rastreadoras. Follow her on Instagram at @zaharafoto. Editor: Seyward DarbyArt Director: Ed JohnsonCopy Editor: Sean CooperFact Checker and Translator: Julie Schwietert CollazoPublished in November 2021. Listen to Annelise and Zahara discuss this story on the Creative Nonfiction podcast. The last time Blanca Soto saw her husband alive, he blew her a kiss. It was the morning of November 28, 2016. Camilo was headed to Los Mochis, a city southwest of San Blas, the town in the Mexican state of Sinaloa where he and Blanca lived. Camilo told his wife that she didn’t need to run errands with him—she could stay home. Blanca insisted that he drive her as far as the local tailor’s shop. Leer en español. This story is the winner of the Overseas Press Club’s 2022 Madeline Dane Ross Award. It is also a finalist for a 2022 National Magazine Award. When they arrived around 9 a.m., something inside Blanca told her not to get out of Camilo’s truck. But she did anyway, stepping onto the ground and closing the door behind her. “I remember that he was looking at me,” Blanca said. “He didn’t leave right away—he kept looking at me.” Camilo pressed his lips to his fingers, then turned his palm toward his wife. Blanca moved to get back in the truck, but Camilo already had his eyes on the road. “That was when he drove away,” she said. When she returned home on foot later that morning, Blanca was overtaken by an inexplicable sickness. First came a pain in her chest, then green vomit that rose up again and again in her throat. Later she would call this a foreboding, a warning. She went to bed. When she woke up a few hours later, Camilo hadn’t returned. Blanca called his cell phone, but it went straight to voice mail. She tried again; no answer. Next she called one of her sons—she and Camilo had three—then Camilo’s mother, father, brother, and nephew. No one knew where he was. Blanca went to the public prosecutor’s office, where officials told her she had to wait 48 hours before filing a missing persons report. She gave them Camilo’s name; her husband was a police officer. They took down her statement as a favor. Blanca went home and waited for a call, but one never came—not from the authorities, and not from Camilo. When people vanish in Sinaloa, they’re almost never seen again. Sometimes drug cartels are responsible; in other cases state security forces are. Often the two sides are colluding—Mexico’s police and military are notoriously corrupt. People are taken because they work for cartels or because they refuse to. Because they buy drugs, sell them, or get in the way of the business. Because they’re in criminal gangs or are believed to be. Because they might be worth a ransom. Because they’re simply in the wrong place at the wrong time. Every morning, Blanca walked to the gate outside her house fearing that she would discover Camilo’s body dumped in the road. She considered leaving town, seeking political asylum in America. But the desire to find her husband kept her in San Blas. She tried to move forward in small ways. She bought a new bed, rearranged the furniture, donated Camilo’s clothes and shoes. She purchased new appliances for the kitchen, hoping that cooking would steady her hands and keep her mind busy. Pork pozole, a dark, rich stew, was Camilo’s favorite meal. He liked it spicy, the hotter the better, especially when he’d had several beers the night before and was nursing a hangover. Blanca knew the ingredients by heart: pork ribs, beef, hominy, bouillon, oregano, garlic, onion. But Blanca never made pozole anymore. She missed Camilo’s presence in the kitchen, how he placed his hands on her hips and told her to add more chiles: pasilla, guajillo. How he lifted her hair to blow on her neck. She feared that cooking the dish with only Camilo’s ghost by her side would feel like opening a wound. Camilo had become one of the more than 90,000 husbands, sons, and fathers, wives, daughters, and mothers haunting Mexico. They are los desaparecidos—the disappeared. Blanca didn’t know what circumstances had led to her husband being taken, what he’d done or not done. And like many of the loved ones of Mexico’s missing, she didn’t care. All Blanca wanted was to find Camilo so that she could grieve properly. Nothing more and nothing less. Camilo had become one of the more than 90,000 husbands, sons, and fathers, wives, daughters, and mothers haunting Mexico. They are los desaparecidos—the disappeared. The countryside in northern Sinaloa is seared and blistered by heat. The landscape is dotted with low scrub brush and drooping palm trees, the green of their fronds muted by relentless sun. I would call the place dry, but the Spanish translation, seco, seems more appropriate—a word that siphons moisture from the back of the tongue when spoken. As I drove toward Los Mochis on a July day, I watched Sinaloa’s scenery blur through the window. Men selling watermelons from truck beds. Roadside taco stands. Industrial complexes. Fallow fields. Soccer pitches. I wondered: Are bodies hidden there, or maybe there? Enforced disappearances—the legal term for the abduction of individuals and the concealment of their whereabouts—have plagued Latin American countries for decades. The syntax of the problem is strained by necessity: People don’t disappear, which implies they have a choice in the matter. Rather, they are disappeared, by forces beyond their control. In Mexico, more than 90 percent of disappearances have occurred since 2006, the year then president Felipe Calderón enlisted the military to fight drug cartels. Today a maelstrom of gang and cartel conflict, as well as government and police corruption, continues to sweep up civilians, most of them poor and male. Impunity exacerbates the problem: According to national figures, there were roughly 7,000 disappearances in 2019, but only 351 legal cases were opened. Of those, two were prosecuted. In contrast to Mexico’s highly visible violence—bodies strung up on bridges or left mutilated on roadsides as messages of intimidation—disappearances leave only questions in their wake. One day a person is there, and the next they are gone. Their loved ones are left to search for something, anything, tangible to mourn. The impulse to bury the dead is ancient. It may even predate our species: In South Africa, paleo-archaeologists discovered fossilized bone fragments of Homo naledi in deep, nearly inaccessible cave chambers, hinting that pre-humans as far back as 300,000 years may have deliberately laid one another to rest. Early Homo sapiens made burial a rite. They interred bodies with shells, arrowheads, bird wings, and jewels. In Austria, the remains of babies some 27,000 years old were found buried with ivory-beaded animal skins under the shoulder blade of a mammoth, as if for protection. Today burial is seen as the final physical act of tenderness the living can offer the dead. It provides a sense of completion, of having accompanied someone as far down the road of life as we can go with them. Funerary rites enshrine stories of faith, love, and sorrow, and graves offer the grieving a place they can return to again and again. “Just as the living need places to inhabit, so it is often in the nature of our memory-making to wish to be able to address our dead at particular sites of the Earth’s surface,” writes Robert Macfarlane in his book Underland: A Deep Time Journey. “The grief of those who have been unable to locate the bodies of their loved ones can be especially corrosive—acid and unhealing.” This is the double cruelty of enforced disappearances: First comes the loss of a life, and then comes the denial of any chance to lay the body to rest. I traveled to Sinaloa to meet a women-led collective determined to reclaim that chance. They call themselves Las Rastreadoras del Fuerte (The Trackers of El Fuerte), and they are part of a long legacy of civilian women leading campaigns to find Mexico’s disappeared. Rosario Ibarra was the pioneer. When her activist son vanished in 1975 from Monterrey, Nuevo León—he was allegedly abducted by state police—Rosario began searching for him. Along with other mothers and wives of missing persons, she formed Comité Eureka de Desaparecidos (Eureka Committee of the Disappeared), which demanded investigations and justice. Forty-six years after he vanished, Rosario’s son is still missing. Now more than 60 civilian groups across the country are searching for the disappeared. Formed in 2014, Las Rastreadoras is one of these groups. It has some 200 members, most of them women from El Fuerte, a municipality in northern Sinaloa. They’ve all been touched in some way by enforced disappearances. Many have lost husbands or sons. Criminal groups across Mexico dispose of bodies in distinctive ways—some burn them, others dissolve them in acid. In El Fuerte, the disappeared tend to be buried in shallow unmarked graves in the countryside. So Las Rastreadoras search the landscape with basic tools: shovels, machetes, spades, picks. The women dig in the dry earth, knowing that to properly bury their dead, they must unbury them first. They don’t call what they’re looking for bodies, corpses, or remains. To Las Rastreadoras, the dead are tesoros—treasures. Blanca Soto first heard about Las Rastreadoras before Camilo was disappeared. “I felt admiration for them, and at times sadness,” she said. But once her husband was gone, she was scared to join the women. She was paranoid that her own life might already be in danger, and she was wary of drawing attention to herself through public advocacy. Though Las Rastreadoras don’t seek to expose killers or put them behind bars—they only want to find and inter the dead—members of the group have received death threats. It wasn’t until April 2017, five months after Camilo was taken, that a cousin and a friend in Las Rastreadoras convinced Blanca to join a search. Twice a week, on Wednesdays and Sundays, the group scours El Fuerte for human remains. Women who have yet to find their loved ones wear T-shirts printed with the slogan te buscaré hasta encontrarte (“I will search for you until I find you”). Women who have found their missing wear shirts that read promesa cumplida (“Promise fulfilled”). Mirna Medina is the founder of Las Rastreadoras. A retired schoolteacher who talks fast and commands attention, Mirna has an uncanny memory for dates; her friends say that she remembers the day and year of every disappearance someone in her group is grieving. Mirna’s own date is July 10—the last time she saw her son Roberto alive. Three years to the day after he vanished, she found his remains: four vertebrae and a shard from an arm bone, identified by DNA analysis. Roberto’s was the 93rd body recovered by Las Rastreadoras. He’s now buried in a cemetery, where Mirna visits him. She lights candles, arranges flowers, and presses her fingertips to the photo on her son’s headstone. Las Rastreadoras regularly receive tips about where bodies might be located. Sometimes the information is shared anonymously or by the police. In other cases a local resident spots something suspicious, such as a patch of turned soil. The women head out to these puntas (points), often accompanied by armed security. They trouble the earth with their tools, then plunge metal construction rods into the ground. When they pull the rods up, the tips are caked with soil. The women sniff the lingering dirt, hoping for a rotting odor—a tell-tale sign of human decomposition. María Cleofas Lugo, whom everyone in the group calls Manqui, has searched for her son Juan Francisco since June 19, 2015. A photo of his face dangles in a silver frame from a chain around her neck. Manqui is the oldest woman in the group, and she is famed for her sense of smell. With the help of a rod, Manqui can discern what the earth beneath her holds. A clean musk means nothing is there. Sometimes a heavy funk of spoiled meat and sewage coats her nostrils and throat. When Manqui detects this, the smell of death, Las Rastreadoras dig. Over the years, Manqui has learned the difference between the scent of a body and that of an animal carcass. “The smell of a human being is more penetrating,” she said. Many women can’t handle the odor. Manqui reminds them, “Yes, it smells bad, but it could be our children.” When they uncover treasure, whether it’s a tooth or a torso, Las Rastreadoras pause over the site. They say a prayer, an Our Father or a Hail Mary. Then they alert the local government forensics team, which can test the DNA of the remains. The women hope for a match—that the treasure they’ve found belongs to someone on their list. Currently, Las Rastreadoras are looking for more than 1,500 missing persons; many are relatives or friends of the group’s members, but others are strangers whose names were supplied by people living in El Fuerte. On her first dig, Blanca wasn’t sure what to do. She didn’t know how to use the tools or watch out for snakes or steel herself against the odor of death. “I went in eagerly but weak,” she said. “I was not a person who went out a lot.” At home, Blanca wore dresses and kept her long hair loose. She was proud of her delicate, shapely feet, which Camilo had always admired. On the search with Las Rastreadoras, the other women teased her because she showed up wearing gloves and carrying an umbrella, hoping to avoid the scorching Sinaloa sun. When Mirna handed her a shovel, Blanca stabbed it into the dirt with so much force that it rebounded into her chest, bringing tears to her eyes. Blanca’s first search was a negative, which is how the women describe digs that don’t turn up remains. Her second was a positive. The group uncovered a body lying in the fetal position, still mostly intact. “The impression was something horrible,” Blanca said. When she saw the corpse, the air left her lungs and she fell backward. Other women, more seasoned trackers, were there to catch her. One gave Blanca an inhaler. They stayed by her side until she could stand again. Week in and week out, Blanca continued to search with Las Rastreadoras. “Little by little, I kept on learning,” she said. But she was honing more than her skills with a shovel. Like the other trackers, she was also learning how, in lieu of a body and the closure it provides, to live with loss. When she saw the corpse, the air left her lungs and she fell backward. Other women, more seasoned trackers, were there to catch her. Over breakfast one morning in Los Mochis, Juana Escalante Barreras told me about her son, Adrián, who disappeared on August 24, 2018. In Juana’s words, Adrián was a Robin Hood. He rescued street dogs. He was skinny and always cold, but he’d give his sweater to anyone who asked. The last time Juana saw Adrián, he was riding away from their house on his bike to deliver cigarettes to someone. Not long after he left, Juana heard gunshots. She felt her lungs constrict. She ran into the street shouting Adrián’s name, and she saw her son running toward her. He was being chased by a man with a gun. When Adrián turned a corner, Juana lost sight of them both. Two more gunshots rang out. Juana took off toward the sound. Rounding the corner, she saw two trucks peeling out, leaving the scent of burning rubber in the air. A neighbor was shouting, “They killed him, they killed him!” There was blood at the place in the street where the trucks had been. The neighbor told Juana that Adrián had refused to get in one of the vehicles. He fought and tried to run, so the men in the trucks shot him and drove off with his body. “Who could I talk to?” Juana asked me. “Who?” Here she paused, as if I might have an answer. Then she continued: “I couldn’t talk to the police—the police aren’t going to do anything. There are thousands of people this is happening to.” As Juana spoke, she quartered pancakes with the side of a fork and stabbed at her chilaquiles. “I’ve had a mania ever since. This is what consoles me—food,” she said. It makes her feel closer to her son. Adrián loved to eat: adobada tacos from a restaurant in Los Mochis, and tuna sandwiches soaked in chipotle sauce, which he was always asking Juana to make. Juana’s nickname in Las Rastreadoras is Machete, for her blunt way of speaking, which cuts through bullshit. At one point, she fixed me with a stare over the rim of her coffee cup. Her eyes were dark pools above her full cheeks. I had told her that I was pregnant, a fact that narrowed the distance between us only slightly. “You haven’t met your child,” she said. “I knew my son for 27 years. You can’t imagine my pain.” “You’re right,” I said. “I can’t.” Nor can I imagine Manqui’s pain. She knew her son, Juan Francisco, for 33 years. He was confident and a jokester. Even when things turned ugly in their neighborhood, he spoke flippantly about the sicarios, or cartel hit men; he was sure their violence wouldn’t affect him. Juan Francisco was taken while he was installing lights at a job site. A red truck without plates pulled up, and the workers scattered, knowing that enforced disappearances were on the rise in the area. Juan Francisco tried to run, but an injured knee slowed him down. Manqui later heard that some men pulled her son into the truck, that they tried to recruit him to “take care of a job,” and that when he refused, they tortured and killed him. Manqui went to the prosecutor’s office to file a report. She was told to wait 72 hours. Officials promised to call the other men from the job site for witness statements, but they never did. Manqui returned to the office every week, until a lawyer told her not to come back unless she’d found something worth adding to Juan Francisco’s file. She realized then that no one would search for her son except her. In Manqui’s home, the walls are bare save for two wedding portraits and an oversize poster that hangs above the kitchen table. A photo of Juan Francisco’s face is plastered on it, a baseball cap shading his hooded eyes. te esperamos… ¡tu familia te ama!, the poster reads—“We’re waiting for you… Your family loves you!” With Juan Francisco’s photo above her, Manqui slid thick triangles of flan onto ceramic plates. Her son had a sweet tooth, so she used to make the custard for him. Now whenever she prepares it, she feels like she’s about to welcome him home. As if any minute, Juan Francisco might walk through the door. “I’m going to search for him,” Manqui said, “until I die.” Mexico is a country that feeds its dead. Every year, bottles of Fanta and plates of pan dulce and pollo con mole adorn altars on Día de Muertos (the Day of the Dead). Food is a way of remembering and honoring those who’ve passed away. For Las Rastreadoras, it has become something more. The idea to compile a cookbook arose a few years after the group formed. Photographer Zahara Gómez Lucini had spent time documenting Las Rastreadoras, and together she and the women came to a realization as cruel as it was inevitable: The problem with a decades-long issue like los desaparecidos is that the public grows weary of it—of hearing the names of the missing, of fathoming their ever growing numbers, of seeing photos of bodies and watching mothers weep. How, then, could Las Rastreadoras push back against the erasure of their loved ones? How could the women resist oblivion?Food was the answer. All the women had memories of their missing that were tied to cooking and eating. They decided to gather recipes for the dishes their loved ones had enjoyed most. They would invite cookbook readers to taste their loss. The recipes would be reminders of the bonds the dead shared with family and friends, of the tables they sat around, of the pleasure they took in eating. The dishes would be proof of lives lived and lost, and portals to empathy. What’s more, the women would create the book together. They would create something lasting from their collective sorrow. They would transform the mundane act of chopping onions, sifting flour, or caramelizing sugar into a sacrament. Juana contributed her chipotle tuna sandwich recipe. Manqui shared her technique for making flan. Mirna, the group’s founder, described how to make pizzadillas: tortillas folded over roasted beef, pico de gallo, and cheese. All told, 27 women shared dishes for the project. Recetario para la Memoria (“The Memory Recipe Book”) was published in 2019. In addition to the recipes, it features Zahara’s images of Las Rastreadoras preparing meals—of women creating the means of their physical and emotional survival. Many of them were photographed cooking their chosen dishes for the first time since their loved ones were disappeared. Celebrated Mexican chefs, including Enrique Olvera and Eduardo García, both owners of haute cuisine destinations in Mexico City, have since endorsed the project. People as far away as Norway, South Africa, and Chile have sent messages of support and photos of the book’s dishes that they prepared in their own kitchens. The revenue from book sales have helped Las Rastreadoras cover the rent for an office in Los Mochis and pay for the necessities of their work, such as tools and gasoline. The project has had more intimate benefits, too, which I witnessed firsthand. When talking about disappearances and death, the women of Las Rastreadoras were stoic; they could describe blood on a street or bones in the earth without flinching. But emotion clogged their voices when they talked about the food of the disappeared. Returning to familiar flavors they’d once shared with a child or a husband allowed grief to rush in and take shape, like seawater filling a hole dug in the sand. Cooking was a way to give voice to the unspeakable. It acknowledged the eternal absence of mouths the women longed to feed, of lives cut short by senseless violence. Blanca contributed her pork pozole recipe to the cookbook. By then she was a veteran member of Las Rastreadoras—someone who went to the twice-weekly digs as often as she could, and who counted the group’s members as friends. She still does. On a weekend afternoon in 2021, Blanca met with several trackers at a restaurant near a beach south of Los Mochis. Over grilled fish, ceviche, and aguachile, the women teased and argued and bantered. Mentions of forensics and visits to the prosecutor’s office were punctuated by the snap of Tecate beer cans opening. “Feasting allows the loneliness and terror of existence to be forgotten, at least momentarily,” anthropologist Gina Rae La Cerva has written. “Such pleasure brings us into that raw, mad, deep love of life.” Feasting can also be a venue for the sharing and salving of pain. Some of the women at the table didn’t know Blanca’s story. It wasn’t for lack of caring. It was just that Blanca had been part of Las Rastreadoras for more than four years, and the group had grown much larger since she first joined. There were so many new faces, so many disappearances to keep track of, so many remains pulled from the ground. “How did you find Camilo?” one woman asked as she passed tortillas down the table. “Tell us—or don’t, if you don’t feel like it.” Blanca didn’t mind. As her friends ate, she began to speak. Cooking was a way to give voice to the unspeakable. It acknowledged the eternal absence of mouths the women longed to feed, of lives cut short by senseless violence. On a September night, Blanca lay awake in bed, praying. One of her sons had convinced her to start attending a Pentecostal church after Camilo disappeared, and she was becoming a devout believer. “Lord, I feel that I am ready,” Blanca said. “Tomorrow we’re going on a search. If you think I’m ready to find him, help me.” When she woke the next morning, she repeated the prayer. She got dressed and stood outside her house, waiting to be picked up. The other women arrived in a truck, and Blanca climbed in. Only a few of Las Rastreadoras joined the dig that day. They didn’t have an exact point they were planning to search. Instead, they picked a general area and combed it together, until they saw loose or piled earth. Then they brought out their rods and shovels. Mirna was the one who spotted fabric first, buried a few inches beneath soil and foliage. More digging revealed that it was a pair of men’s pants. Mirna called out the details to the other women: Oggi brand, black, size 34. Blanca felt her hands jump to her mouth. It’s him, she thought. She repeated the words out loud. She grabbed a shovel and worked to free the body from the earth’s hold. The other women joined her. Soon they could see socks and a pair of boxers. A torso and shoulders. Then nothing: The body was missing its head. But Blanca saw all she needed to be sure. Camilo had repurposed a seatbelt from his truck to hold up his pants, the same seatbelt Blanca had once spilled fuchsia nail polish on. The belt that looped around the Oggi pants in the shallow grave was stained pink. Nine months after he disappeared, Blanca had found her husband. She buried Camilo a week later. Mirna and other women from Las Rastreadoras were by her side. As they walked into the cemetery, Blanca revisited the day of Camilo’s disappearance in her mind. Would he be alive if she’d stayed with him in the truck? Or would she be dead, too, leaving her sons parentless? These were questions she would live with forever. At the cemetery, Camilo’s casket sat at the bottom of an open grave. After searching for her husband for so many months, Blanca felt that she should be the one to inter him. She approached one of the cemetery workers and asked to borrow his shovel. At first he refused, but Blanca was persistent, and the man gave in. As she turned soil into the grave, one of her friends began to sing. When Blanca began crying too violently to wield the shovel any longer, a woman named Rosario took it from her hands and added earth on top of the casket. Then another woman took a turn, then another, until all the gathered members of Las Rastreadoras had helped to bury Blanca’s treasure. A row of framed photos and diplomas line a wall in Blanca’s home. It reads as a summary of Camilo’s life. There are photos of him in a graduation cap, on the couch with one of his sons, standing at the edge of the ocean. A Rotary Club certificate dated October 2012 recognizes his “courage and above and beyond dedication, even at the cost of his life, to achieve public safety.” The largest frame on the wall holds photos of the day Camilo’s body was found. One of Las Rastreadoras had brought a camera to the dig and captured Blanca the moment she understood what was in the earth. Next to the picture of Blanca’s recognition is a portrait of Camilo in a button-front shirt; he wears an inscrutable expression, with dark half-moons beneath his eyes. The photo is overlaid with the text misión cumplida (“Mission accomplished”). On the other side of the wall, Blanca cooked pork pozole in the kitchen. When she first made the dish as part of the cookbook project, she wept through the process. This time she didn’t cry—she sang. On the kitchen table was a notebook with Minnie Mouse on the cover and pages filled with the handwritten lyrics of church hymns. Blanca had already memorized the melodies. “Sometimes when I’m cooking, I just start singing,” she told me. “I don’t have the words to describe how grateful I am to God.” Blanca narrated the first step of the recipe—simmer the hominy for 45 minutes—then switched to a song: I am marveling at what my God has done.In the midst of my anguish,In the midst of my pain,In the midst of my sadness,You have given me joy. “Despite my height, my size, my abilities,” she said, “I have done so many things that, if my husband were here, I might not have done.” Pain, she explained, had made her strong. She dropped pork ribs into the pot with the hominy and stirred the mixture with a long silver ladle. She halved a white onion, round as a tennis ball, and added it along with bouillon cubes. She plucked garlic cloves from a bowl and rolled them in her palms to strip the skin, then fished oregano from a plastic jar with her fingers. Both went into the pot. Simmer until the meat is tender. My eyes pricked from the tang of onion and oregano. Meanwhile, Blanca was thinking about another smell. She told me she sometimes got a whiff of Camilo around the house, of the 1 Million cologne he always wore. Remove the ribs and seeds from two types of chiles. The guajillo was deep red, the pasilla dark as loam. Blanca could imagine Camilo telling her, More spice, more! She gutted the chiles, rinsed them under the tap, and added them to a second pot, this one filled with boiling water. Another onion, quartered this time, went into the water, along with salt. When the chiles are soft, blend them with spices. Add the mixture to the pork and hominy stew. Blanca trimmed a bouquet of cilantro and some radishes for garnish. Then she topped the pozole with shredded cabbage, because that’s how Camilo liked it. She continued singing in a soft voice. Beneath the sound drifted a sea of memories: of walking down to the river with her husband, of bathing together, of the first time they danced. She poured the stew into bowls, filling the vessels with grief and love. “Remember,” Blanca said, placing a steaming portion before me, “when you’re cooking for the person you love, when you cook with your heart as well as your hands, the food tastes better.” To learn more about The Memory Recipe Book, click here. More from The Atavist Magazine A Crime Beyond Belief The Caregivers The Voyagers © 2022 The Atavist Magazine. Proudly powered by Newspack by Automattic.