Un banquete
para las
almas perdidas

EN SINALOA, MÉXICO, LAS MUJERES RECUPERAN LOS CUERPOS DE SUS SERES QUERIDOS DESAPARECIDOS Y COCINAN PARA MANTENER VIVOS LOS RECUERDOS DE LOS MUERTOS. 

Blanca Soto primero escuchó de Las Rastreadoras antes de que Camilo desapareció. “Yo sentí admiración por ellas, y a veces tristeza,” dijo ella. Pero una vez que su esposo desapareció, ella tenia miedo de unirse a las mujeres. Ella tenia la paranoia que su propia vida podría estar en peligro, y ella estaba preocupada de llamar la atención con activismo público. Aunque La Rastreadoras no buscan descartar al asesino o ponerlos detrás de las rejas – ellas solo quieren encontrar y enterrar los muertos – hay miembros del grupo quienes han recibido amenazas de muerte. Fue hasta abril del 2017, cinco meses después que a Camilo se lo llevaron, que un primo y una amiga en Las Rastreadoras convencieron a Blanca a que se uniera en una búsqueda.

Dos veces a la semana, los miércoles y los domingos, el grupo rastrea El Fuerte por restos humanos. Las mujeres que todavía no han encontrado a sus seres queridos llevan camisetas impresas que dicen te buscaré hasta encontrarte.  Las mujeres que han encontrado a sus personas desaparecidas llevan sus camisetas que dicen promesa cumplida.

Mirna Medina es la fundadora de Las Rastreadoras. Una maestra jubilada que habla rápido y llama la atención, Mirna posee una memoria excepcional para las fechas; sus amigas dicen que ella recuerda el día y el año de cada desaparición de alguien del grupo está sufriendo. La fecha de Mirna es el 10 de julio, la última vez que vio vivo a su hijo Roberto. Ella encontró sus restos tres años después—en la fecha exacta: cuatro vertebra y un fragmento del hueso del brazo, los cuales fueron identificados con los análisis del ADN. Roberto fue el cuerpo #93 recuperado por Las Rastreadoras. Él ahora está enterrado en un cementerio donde Mirna lo visita. Ella le prende velas, le pone flores y pasa sus dedos por la foto de su hijo en su lápida. 

Las Rastreadoras regularmente reciben pistas sobre dónde los cuerpos pueden ser localizados. A veces la información se comparte de manera anónima o por la policía. A veces los residentes locales encuentran algo sospechoso, como un pedazo de tierra movida. Las mujeres se van a estas puntas, acompañadas muchas veces por una seguridad armada. Ellas perturban la tierra con sus herramientas, y entonces penetran una barra hueca de metal que se usa en la construcción y huelen lo que sale de la misma. Ellas tienen la esperanza de oler algo podrido que seria la señal de la descomposición humana. 

María Cleofas Lugo, a quien todo en el grupo le llama Manqui, ha buscado por su hijo Juan Francisco desde el 19 de junio del 2015. Una foto de su cara cuelga en un cuadro plateado en una cadena alrededor de su cuello. Manqui es la mujer mas vieja del grupo, y ella es famosa por su sentido de olfato. Con la ayuda de una barra, Manqui puede detectar la historia que el olor de la tierra le dice. Un olor a almizcle limpio significa que no hay nada hay. A veces, sin embargo, hay un olor fuerte a carne podrida y a aguas residuales que le cubre los orificios nasales y la garganta. Cuando la barra sale con ese olor, es el olor de la muerte. Las Rastreadoras excavan.

A través de los años, Manqui ha aprendido la diferencia entre el olor de un cuerpo humano y el de un cadáver de animal. “El olor del ser humano es mas penetrante,” ella dijo. Muchas mujeres no pueden aguantar ese olor. Manqui les recuerda a ellas. “Sí, eso huele feo, pero puede ser nuestros hijos.”

Cuando ellos destapan un tesoro, ya sea este un diente o un torso, Las Rastreadoras pausan sobre el sitio. Ellas dicen una oración, un Padre Nuestro o un Ave María. Entonces ellas alertan al equipo forense del gobierno local, el cual puede hacer la prueba del ADN de los restos. Las mujeres esperan una correspondencia: que el tesoro que ellas encontraron pertenezca a alguien en su lista. Actualmente, Las Rastreadoras están buscando por mas de 1.500 personas desaparecidas; muchas de ellos son familiares o amigos de miembros del grupo, pero otros son extraños que los nombres se los suministraron personas que viven en El Fuerte.

En la primera excavación, Blanca no estaba segura de que hacer. Ella no sabia como utilizar las herramientas o velar a sus alrededores por las serpientes o prepararse ella misma contra el olor de la muerte. “Me fui ansiosamente, pero débil,” dijo ella. “Yo era una persona que no salió mucho.” En casa, Blanca se ponía vestidos y se soltaba el pelo. Ella estaba orgullosa de sus pies delicados y bien proporcionados, las cuales Camilo siempre había admirado. En esa primera búsqueda con Las Rastreadoras, las otras mujeres las provocaban porque ella apareció con guantes y llevándose una sombrilla, esperando evitar el sol ardiente de Sinaloa. Cuando Mirna le pasó una pala, Blanca apuñaló la pala en la tierra con tanta fuerza que le rebotó hasta el pecho, sacándole las lágrimas.

Su primera búsqueda fue negativa, la cual es la forma en que las mujeres describen las excavaciones que no encuentran ningún resto. La segunda búsqueda de Blanca fue positiva. El grupo se destapó un cuerpo en la posición fetal, todavía intacto en su mayoría. “La impresión fue algo horrible,” dijo Blanca. Cuando ella vio el cadáver, el aire se le salió de los pulmones y ella se cayó de espaldas. Otras mujeres, las rastreadoras con más experiencia, estaban allí para recogerla. Una de ella le dio un inhalador. Ellas estuvieron a su lado hasta que se pudo parar de nuevo.

Semana tras semana, Blanca continuaba a buscar con Las Rastreadoras. “Poquito a poco, seguí aprendiendo,” dijo ella. Pero ella se estaba afilando más que sus habilidades con una pala. Al igual que las otras rastreadoras, ella también estaba aprendiendo como, en lugar de un cuerpo y el final que se provee, a aprender a vivir con la perdida.

Cuando ella vio el cadáver, el aire se le salió de los pulmones y ella se cayó de espaldas. Otras mujeres, las rastreadoras con más experiencia, estaban allí para recogerla.

Durante el desayuno una mañana en Los Mochis, Juana Escalante Barreras me contó sobre su hijo, Adrián, quien desapareció el 24 de agosto de 2018. En las palabras de Juana, Adrián era un Robín Hood. El rescataba a los perros callejeros. El era flaco y siempre tenía frío, pero se quitaría a su suéter a cualquiera que le hubiera pedido.

La última vez que Juana vio a Adrián, él estaba saliendo de su casa en bicicleta para ir a entregarle cigarrillos a alguien. No mucho después de que él se había ido, Juana escuchó unos disparos. Ella sintió que su corazón se contraía. Ella corrió a la calle, gritando el nombre de Adrián, y vio a su hijo corriendo hacia ella. A él le estaban persiguiendo un hombre con una pistola. Cuando Adrián dobló la esquina, Juana perdió la vista de los dos. Sonaron dos disparos más. Juana salió hacía el sonido. Doblando la esquina, ella vio dos camionetas que salieron disparadas, dejando en el aire ese un olor de goma quemada en el aire. Un vecino estaba gritando, “¡Ellos lo mataron! ¡Ellos lo mataron!

En el lugar donde las camionetas habían estado, la sangre se acumuló en charcos entre las piedras de la calle. El vecino de dijo a Juana que Adrián había negado a subir en uno de los camiones. El estaba peleando en su propia defensa y trató de correr; entonces, el hombre le disparó a él y se fue manejando con su cuerpo.

“¿Con quien pude hablar?” me preguntó Juana. “¿Quién?

Aquí ella tomó una pausa, como si hubiera tenido una respuesta. Entonces ella continuó: “No podía hablar con la policía. La policía no va a hacer nada. Hay miles de personas que les están pasando lo mismo.”

Mientras que Juana hablaba, ella partió los panqueques en cuatro con el borde de un tenedor y apuñalaba a sus chilaquiles. “He tenido una manía desde entonces. Esto es lo que me consuela: la comida,” dijo ella. Le hace sentiré más cerca a su hijo. Adrián le amaba comer: tacos adobados de un restaurante en Los Mochis, y tortas de atún ahogadas en salsa de chipotle, la cual él siempre le pedía a Juana que le hiciera.

El apodo de Juana en Las Rastreadoras es Machete, por la manera tan afilada que ella habla, la cual corta toda la mierda. En un momento dado, ella me fijo con una mirada sobre el borde de su taza de café. Sus ojos eran una piscina negra sobre sus cachetes redondos. Yo le había dicho que estaba embarazada, un punto que acortó la distancia entre nosotras, a penas un poquito.

“Tú no has conocido a tu hijo,” me dijo. “Yo conocí a mi hijo por 27 años. Ne puedes imaginar mi dolor.”

“Tienes razón,” le dije. “No puedo.”

Ni tampoco puedo imaginar el dolor de Manqui. Ella conoció a su hijo, Juan Francisco, por 33 años. Era confiado. Le gustaba bromear. Aún cuando las cosas se viraron feos en su barrio, él hablaba livianamente sobre los sicarios: era seguro que su violencia no le afectaría.

A Juan Francisco le secuestraron mientas que él estaba instalando unas luces en un sitio de trabajo. Una camioneta roja sin placa se acercó y los trabajadores se dispersaron, sabiendo que las desapariciones forzadas estaban creciendo en el área. Juan Francisco trató de correr, pero una rodilla dañada lo retardó. Manqui mas tarde supo que algunos hombres lo habían subido a la camioneta, que ellos trataron de reclutarlo a él para que “hiciera un trabajo,” y que cuando él rehusó, ellos lo torturaron y lo mataron.

Manqui fue a la oficina del fiscal para llenar un reporte. A ella le dijeron que tenia que esperar 72 horas. Los oficiales le prometieron llamar a los otros hombres del sitio de trabajo para tomar sus testimonios de testigo, pero nunca lo hicieron. Manqui regresaba a la oficina cada semana hasta que un abogado le dijo que regresara más hasta que no tuviera algo que agregar al expediente de Juan Francisco. Ella se dio cuenta que nadie buscaría a su hijo excepto ella. 

En la casa de Manqui, las paredes están desnudas, excepto por dos retratos de boda y un afiche sobre-tamaño que se encuentra colgado sobre la mesa de la cocina. Allí se ve una foto de la cara de Juan Francisco, con sus ojos sombreados cubriendo sus ojos. te esperamos… ¡tu familia te ama! dice el afiche.

Con la foto de Juan Francisco sobre ella, Manqui desliza triángulos gruesos de flan sobre los platos de cerámica.

Su hijo era un goloso para los dulces, y por eso ella estaba acostumbrada a hacerle ese plato. Ahora, siempre y cuando lo prepara, ella se siente como si ella le va a dar la bienvenida a la casa. Como si en cualquier minuto, Juan Francisco podría entrar por la puerta. “Yo lo voy a buscar,” dijo ella, “hasta que muera.”

México es un país que le da de comer a sus muertos. Cada año, botellas de Fanta y platos de pan dulce y pollo con mole adornan a los altares en el Día de los Muertos. La comida es una forma de recordar y honrar a aquellos quienes han fallecido. Para Las Rastreadoras, se ha convertido en algo más.

La idea de compilar un recetario surgió unos años después de que se formó el grupo. La fotógrafa Zahara Gómez Lucini había pasado tiempo documentando a Las Rastreadoras y conjuntamente llegaron a la conclusión tan cruel como inevitable: El problema con un tema de décadas como lo de los desaparecidos es que el público se cansa de eso, de oír los nombres de los desparecidos, de comprender los números siempre creciendo de ellos, de ver las fotos de los cadáveres y mirando a sus madres llorar. ¿Cómo Las Rastreadoras, entonces, podrían responder al borrado de sus seres queridos? ¿Cómo podrían resistir el olvido?

La comida fue la respuesta. Todas las mujeres tuvieron memorias de sus seres queridos que eran atadas con cocinar y comer. Ellas decidieron recopilar las recetas de los platos que más les gustaban a sus seres queridos. Ellas invitarían a sus lectores a que probaran sus perdidas. Las recetas serían recordatorios de los lazos que compartían los muertos y sus familias y amistades, de las mesas donde se sentaron y el placer que sintieron en comer. Los platos serían la muestra de vida y portales a la empatía. Y lo que era más, las mujeres crearían el libro juntas; ellas crearían algo duradero desde sus memorias colectivas. Ellas podrían transformar el acto mundano del cortar cebollas, cernir harina o caramelizar el azúcar en un sacramento.

Juana contribuyó con su receta de la torta de atún con chipotle. Manqui compartió su técnica para hacer el flan. Mirna, la fundadora del grupo, describió como hacer pizzadillas: tortillas envueltas con carne asada, pico de gallo y queso. Al final del día, eran 27 mujeres quienes compartieron platos para el proyecto.

Recetario para la Memoria fue publicado en el 2019. Además de las recetas, ésta contiene las imágenes de Zara de los miembros de Las Rastreadoras preparando sus platos: de mujeres creando los medios de su sobrevivencia física y emocional. Muchas de ellas fueron fotografiadas cocinando sus platos preferidos por la primera vez después que sus seres queridos habían desparecidos. 

Célebres chefs mexicanos, incluyendo Enrique Olvera y Eduardo García, ambos dueños de destinaciones de alta cocina en la Ciudad de México, endosaron el proyecto. Personas tan lejos como Noruega, Sudáfrica y Chile les enviaron mensajes de apoyo y fotos de los platos que ellos habían preparados de las recetas del libro en sus propias cocinas. Las ganancias generadas por las ventas del libro ayudaron a Las Rastreadoras pagar la renta para una oficina en Los Mochis y pagar las necesidades para su trabajo, cosas tales como herramientas y gasolina.

Además, el proyecto tenía beneficios más íntimos, a los cuales yo fui testigo. Cuando se habla de las desapariciones y la muerte, las mujeres de Las Rastreadoras eran estoicas; ellas podían describir la sangre en la calle o los huellos en la tierra sin pestañar. Pero las emociones les ahogaban a sus voces cuando ellas hablaban de la comida de los desaparecidos. Retornar a los sabores familiares que ellos una vez compartieron con un hijo o un esposo le permitió al dolor salir y tomar forma, como el agua del mar llenando un hueco en la arena. Cocinar era una manera de darle voz a lo indecible. Reconoció la ausencia eterna de las bocas que las mujeres añoraban darles de comer, de las vidas cortadas prematuramente por la violencia sin sentido.

Blanca contribuyó al libro de cocina su receta de pozole de cerdo. Ella ya se había convertido en una miembro veterana de Las Rastreadoras, alguien que iba a excavar dos veces por semana tan frecuente como pudiera, y quien contaba a los miembros del grupo como sus amigos. Sigue siendo así. Durante un fin de semana en 2021, Blanca reunió con varias rastreadoras en un restaurante cerca de una playa al sur de Los Mochis. Sobre pescado a la parilla, ceviche y aguachile, las mujeres provocaban y discutían y bromeaban. Entre menciones de asuntos forenses y las visitas a la oficina de la fiscalía, hubo el sonido de las aperturas de unas latas de cerveza Tecate.

“El banquetear se permite olvidar el terror y la soledad de la existencia, por lo menos por un momento,” escribió la antropóloga Gina Rae La Cerva.” “Tal placer nos trae dentro de ese amor crudo, loco y profundo por la vida.” El banquetear puede ser también una manera de compartir y aliviar el dolor.

Algunas de las mujeres en la mesa no conocían la historia de Blanca. Eso no era por falta de empatía. Era porque Blanca había sido parte de Las Rastreadoras por mas de cuatro años, y el grupo había crecido mucho más desde que ella se unió por la primera vez. Había muchas caras nuevas, muchos desaparecidos para poder seguirle el rastro, muchos restos sacados de la tierra.

“¿Cómo tú encontraste a Camilo?” unas de las mujeres le preguntaron mientras ella pasaba las tortillas en la mesa. “Dinos—o no nos diga, si no quieres.”

A Blanca no le importaba. Mientras sus amigas seguían comiendo, ella comenzó a hablar

Cocinar era una manera de darle voz a lo indecible. Reconoció la ausencia eterna de las bocas que las mujeres añoraban darles de comer, de las vidas cortadas prematuramente por la violencia sin sentido.

En una noche de septiembre, Blanca estaba acostada en la cama, rezando. Uno de sus hijos la había convencido a ella empezar atender una iglesia pentecostal después de que Camilo desapareció, y ella se había convertido en una creyente devota. “Señor, yo siento que estoy lista,” dijo Blanca. “Mañana nosotros vamos a buscar. Ayúdame si tú piensas que yo estoy lista para encontrarlo a él.”  

Cuando ella se levantó en la mañana siguiente, ella repitió el rezo. Ella se vistió y se paró afuera de su casa, esperando que la recogieran. Las otras mujeres arribaron en una camioneta, y Blanca se trepó arriba. Solo unas pocas de Las Rastreadoras se juntaron para excavar la tierra ese día. Ellas no tenían un punto exacto por donde buscar. Seleccionaron un área en general y empezaron a peinar el área juntas, hasta que ellas notaron un poco de tierra removida o amontonada. Entonces ellas trajeron las barras y las palas. 

Mirna fue la primera que vio la tela; estaba enterrada unas cuantas pulgadas bajo tierra y ramas. Mas excavaciones revelaron que eran pantalones de hombre. Mirna les dio los detalles a las otras mujeres: marca Oggi, negro, talla 34.

Blanca sintió que las manos volaron a su boca. Ese es él, ella pensó. Ella repitió las palabras en voz alta.

Ella tomó una pala y empezó a liberar el cuerpo de la tierra que lo aguantaba. Las otras mujeres se unieron a ella.  Rápidamente ellas pudieron ver las medias y un par de calzoncillos. Un torso y los hombros. Después, nada: al cuerpo le faltaba su cabeza.

Pero Blanca vio todo lo que tenía que ver para estar segura. Camilo había reutilizado un cinturón de seguridad de su camioneta para ajustarse los pantalones, el mismo cinturón donde Blanca había desramado encima una pintura de uñas del color fucsia. El cinturón que le daba la vuelta alrededor de los pantalones Oggi en la tumba poco profunda estaba manchada de color rosa. 

Esto fue en septiembre del 2017. Nueve meses después de que el desapareció, Blanca encontró a su esposo. 

Ella enterró a Camilo una semana más tarde. Mirna y otras mujeres de Las Rastreadoras estuvieron a su lado. Mientras que ellas caminaban hacia el cementerio, Blanca revivió el día de la desaparición de Camilo en su mente. ¿Estaría él vivo si se hubiera quedado con él en la camioneta? ¿O ella estaría muerta también, dejando a sus hijos sin padres? Estas fueron las preguntas con que ella tendría que vivir para siempre.

En el cementerio, el ataúd de Camilo descansaba en el fondo de una fosa abierta. Después de buscar por su esposo por tantos meses, Blanca sintió que debería ser ella la que lo debía enterrar a él. Ella se acercó a uno de los trabajadores del cementerio y le pidió que le prestara su pala. A lo primero él rehusó, pero Blanca era persistente, y el hombre se la dio. Mientras ella le echaba la tierra dentro de la tumba, una de sus amigas empezó a cantar.   

Cuando Blanca comenzó a llorar demasiada violentamente para poder sostener la pala, una mujer que se llama Rosa se la quitó de las manos y le echó mas tierra encima del ataúd. Entonces otra mujer se torneó, y después otra, hasta que todos los miembros de Las Rastreadoras allí reunidos ayudaron a enterrar al tesoro de Blanca.

Una hilera de fotos enmarcadas y diplomas alinea una pared en la casa de Blanca. Esta se puede leer como la totalidad de la vida de Camilo. Hay fotos de él con su gorro de graduación, en el sofá con uno de sus hijos y parado a la orilla del mar. Un certificado del Club Rotario con la fecha de octubre 2012 reconoce su “coraje y dedicación excesiva, inclusive a cambio de su vida, para lograr la seguridad pública.”

El mas grande de los marcos en la pared tiene las fotos de Camilo en el día cuando fue encontrado. Una de Las Rastreadoras había traído una cámara a la excavación y capturó una foto de Blanca en el momento que ella entendió que estaba en la tierra. Al lado de la foto del reconocimiento de Blanca está un retrato de Camilo en una camisa de botones al frente, mostrando una expresión inescrutable, con ojeras oscuras de medialuna debajo de sus ojos. La foto tiene un texto superpuesto que dice misión cumplida.

En el otro lado de la pared, Blanca cocinó el pozole de cerdo en la cocina. Ella lloraba a través del todo el proceso cuando hizo ese plato por la primera vez como parte del proyecto del recetario. Esta vez, ella no lloraba. Cantaba. Sobre la mesa de la cocina estaba una libreta de notas con Minnie Mouse en su portada y páginas llenas de letras de himnos de la iglesia, escrito por su propia mano. Blanca ya se había memorizada las melodías. “A veces cuando yo cocino, yo empiezo a cantar,” me dijo. “No tengo las palabras para describir cuan agradecida estoy de Dios.” 

Blanca narró el primer paso de la receta—hervir a fuego lento el maíz pozolero para 45 minutos—y entonces empezó a cantar.

Yo estoy maravillada por lo que mi Dios ha hecho.

En el medio de mi angustia,

En el medio de mi dolor,

En el medio de mi tristeza,

Tú me has dado alegría.

“A pesar de mi altura, mi tamaño y mis habilidades,” dijo ella, “yo he hecho tantas cosas que, si mi esposo estuviera aquí, yo quizás no lo hubiera hecho.” El dolor, me explicó, le había hecho fuerte.

Ella puso las costillas de cerdo en la cazuela con el maíz pozolero y revolvió la mezcla con un cucharón plateado largo. Ella cortó a la mitad una cebolla blanca, tan redonda como una pelota de tenis, y le agregó la misma con cubitos de sabor. Ella separó unos dientes de ajo de pozuelo y le dio vuelta entre sus manos para separar la piel antes de agarrar orégano de una jarra con sus dedos. Ambos terminaron en la olla.

Hierva a fuego lento hasta que la carne esté blanda.

Mis ojos me ardían por la cebolla y el orégano. Mientras tanto, Blanca estaba pensando en otro olor. Ella me dijo que a veces ella sentía ese olor de Camilo en la casa, de la colonia 1 Million que siempre usaba.

Saque las costillas y las semillas de dos tipos de chiles.

El guajillo era de un rojo profundo, el pasilla tan oscuro como la arcilla. Blanca se podría imaginar a Camilo diciéndole ¡más picante, más! Ella destripó los chiles, los lavó debajo del grifo, y los agregó en la segunda olla, ésta llena de agua hirviendo. Otra cebolla, cortada en cuartos esta vez, entraron al agua, y también la sal.

Cuando los chiles están blandos, mézclalos con las especies. Agregue la mezcla al cerdo con el guiso de maíz pozolero.

Blanca recortó un ramo de cilantro y algunos rábanos como guarnición. Luego lo terminaba el pozole con el repollo picadito, porque así le gustaba Camilo. Ella continuaba cantando con una voz suave. Debajo del sonido navegaba un mar de memorias: de caminatas en el río con su esposo, de los baños juntos y de la primera vez que bailaron.

Ella echó el pozole en los tazones, llenando las vasijas con dolor y con amor. “Acuérdate,” dijo Blanca, mientras que puso una porción humeante ante de mi, “que cuando tú estás cocinando para la persona que amas, la comida sabe mejor cuando cocinas con tu corazón tanto como con tus manos.”


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